top of page

15 años han transcurrido desde su aventura por Estados Unidos. Antonio Juárez, recuerda el caluroso desierto de Arizona, la insaciable sed,  las dos caras de los “coyotes” o traficantes, la amargura de las deportaciones, la discriminación de sus propios paisanos, el riesgo de morir en el intento y  tajante señala: “si antes me hubieran contado los riesgos a los que me enfrentaría, nunca me hubiera ido al norte”..

 

Redimido de “sueño americano”, tiene tatuados en su mente los detalles del  vía crucis propio y de más de 30 paisanos, entre mujeres, niños y jóvenes que cruzaron por Naco en Sonora, cada uno con historias, necesidades y desenlaces diferentes para cruzar la frontera más peligrosa del mundo, esa donde cada año más de 500 cadáveres son el peaje o la cuota que cobran los gringos como parte de su política migratoria.

 

Antonio, entonces veinteañero, caminó durante tres noches y dos días para llegar Tucson, Arizona en lo que fue su primera aduana  rumbo a Nueva York.

 

“Salimos de noche de Naco, Sonora. Caminamos tres o cuatro horas seguidas con descansos de media hora. Iban en el grupo de migrantes o pollos, como nos llamaban los coyotes, varias mujeres, entre ellas dos señoras de Guadalajara con un niño como de cinco años, que tenía un brazo fracturado. Otra señora que era la más animada nos decía: todos vamos a llegar a Estados Unidos, ánimo muchachos”.

 

Antonio había contratado al pollero desde Iztapalapa por medio de un amigo que iba con él con un costo de  1,800 dólares, de aquellos ya lejanos de 12.50 pesos. El paquete incluía viajar desde el  Aeropuerto de la Ciudad de México hasta Hermosillo.  También la guía del “pollero o coyote”, traslados en camionetas escondidos como sardinas, motel con cuarto para 10 migrantes y casas de seguridad en Las Vegas y Los Angeles.

 

“Empezamos a caminar. Yo llevaba dos galones de agua, unas salchichas en lata que sabían horribles. Caminamos la primera noche y descansábamos a ratos. En pleno desierto, pegados todos para protegernos del frío. Encontré un alacrán cuando me levante y los polleros sólo te dicen: vamos a caminar un rato”.

 

 “Yo creo que nunca te dicen que vas a caminar dos o tres días y que vas a dormir en el desierto entre nidos de alacranes o serpientes o que hay el riesgo de lastimarse y quedarse a medio camino y ahí morir, porque entonces muchos migrantes se arrepentirían de cruzar. Por eso los polleros sólo dicen: vamos a caminar un rato”.

 

Mecánico de profesión, Antonio  repara un automóvil en su pequeño taller en la Colonia 10 de Mayo, por los rumbos de Iztapalapa y recuerda y narra puntualmente detalles de su periplo unos meses antes del 11 de Septiembre del 2001.

 

Conoció las dos caras de los traficantes. El bueno y el malo. Los gandallas que maltratan a todos, quieren abusar siempre y otros que ayudan a cargar a los niños, organiza los grupos y crean un ambiente de solidaridad.

 

·        La pastillita mágica, la víbora mata migrantes y vamos para Nueva York

 

Al iniciar la segunda noche de caminata, la señora que nos animaba a todos, se luxó o quebró el tobillo y ya no podía caminar: “aquí me quedo, ya no aguanto el dolor” decía sentada en una piedra, casi llorando. “Señora tiene que caminar o se queda aquí. Yo por una persona no puedo perder al grupo”, le advirtió uno de los coyotes.

 

Todos las animamos. Nos organizamos para cargarla entre dos por tramos de unos 500 metros en relevos en pleno desierto. Después de dos horas la señora nos suplicó dejarla ahí y esperar que la Border Patrol la encontrara viva o muerta. El “coyote” sacó una pastillita, una especie de chocho y se lo dio a tomar con un sorbo de agua. De manera mágica la señora se le quito el dolor y retomó la caminata sin queja alguna.

 

“Ya cerca de Tucson empezamos a caminar por unas vías del tren. Pasamos cerca de varios ranchos. De pronto, encontramos una serpiente grande. El coyote-pollero nos ordenó. “Agarren piedras, hay matarla, porque esas matan muchos migrantes, muchos paisanos”. Todavía nos dimos el gusto de quitarle el cascabel”, rememora con una sonrisa el ex migrante.

 

Recuerda que cerca de Tucson los treparon a dos camionetas de pasajeros. Todos iban acostados y nos llevaron  a un motel, donde nos dieron de comer y nos ordenaron dormir una noche ahí. Era un cuarto de tres por tres donde nos quedamos como 10 paisanos.  De ahí nos subieron por separados a autobuses con escala en Las Vegas y con rumbo a Los Angeles. “Conocí Las Vegas, bueno sólo los hoteles y casinos por fuera”, ironiza Antonio.

 

Nuevamente al autobús y llegada a Los Angeles, donde en una casa, una familia atendía a decenas de paisanos acabados de llegar de la misma travesía. “Es toda una industria. Una cadena productiva, donde todos saben qué hacer. Quién compra comida, quién contrata choferes, casas, compra boletos”.

 

Indica que de ahí lo llevaron al aeropuerto para tomar el vuelo a Nueva York. Sin hablar ni una pizca de inglés, pero también sin los actuales controles de seguridad, arribó a la Gran Manzana para encontrarse con su hermano. Ahí empezó a trabajar como preparador de alimentos en un restaurante de comida china. Semanas después como lava autos, con un patrón mexicano.

 

“Fue el único que realmente me trató mal, me discriminó, nos ponía a la intemperie aunque estuviera nevando para llamar a los automovilistas a entrar al auto lavado. Después me salí de ahí y me fui a trabajar a un taller que estaba enfrente”.

 

·        El 11/9, el miedo a la guerra y la deportación

 

Eran los primeros días de septiembre del 2011 y Antonio ya empezaba a acostumbrarse a la vida neoyorkina de los migrantes, cuando dos aviones acabaron con Las Torres Gemelas y de pasó derribaron “su sueño americano” y el de miles de migrantes mexicanos,  latinoamericanos, musulmanes y de todo aquel que fuera visto como un peligro para esa nación.

 

“El trabajo empezó a escasear. Mi patrón me descansaba varios días a la semana. Vivía con mi amigo y su novia en un pequeño departamento con dos kilómetros de la llamada zona cero. Diario nos llamaban familiares desde México y nos pedían que regresáramos a México, que se hablaba de un  riesgo de una guerra. Nos metieron miedo”.

 

Antonio, junto con su amigo y la novia, tomaron un autobús rumbo a Los Ángeles. El plan era trabajar ahí unos meses y después regresar a México. Las alertas después del 11 de Septiembre  estaban encendidas. En el trayecto rumbo al sur  los detuvieron agentes federales y de migración.

 

“Yo iba hasta adelante. Fui el primer en ser bajado del autobús. Me pidieron mis papeles y les entregue mi credencial del IFE. De inmediato fui llevado a un centro de deportaciones junto con mis amigos y con otro señor que era de Sonora y que de por sí ya venía de regreso a México”.

 

Recuerda que a ellos relativamente les fue bien. En el autobús venía una familia de origen pakistaní. Eran ciudadanos estadunidenses y a ellos los trataron muy mal, con saña, los catearon, les esculcaron las maletas, buscaban armas, ántrax, alguna señala que diera con los responsables de la  tragedia de Las Torres Gemelas.

 

“Le dijimos a los agentes de migración que eran de origen mexicano: Déjanos ir, sólo venimos a trabajar”. Nos respondió uno de ellos que no podía, que era su trabajo y sólo le pedimos que nos deportaran de día, porque de noche en la frontera había muchos cholos que asaltaban a los paisanos que deportaban.

 

Fueron deportados por la frontera con Ojinaga, Sonora. Atendieron su petición y fue a pleno día. El ruido de la puerta metálica giratoria de la garita los despertó del “sueño americano” y de ahí tomaron el autobús de regreso a la capital del país, a  su realidad en  Iztapalapa y a 15 años de ello, Antonio junta los trozos de su aventura y señala: “Ya no regresaría después de conocer los riesgos, el peligro que existe”.

www.theexodo.com

De Iztapalapa a NY: Crónica de un migrante a 15 años del  9/11

 Vanguardia en línea

bottom of page