Tlapa, Guerrero.- Doña Zenaida tiene 45 años, pero por el desgaste de sus manos, las arrugas provocadas por el sol en su caro y lo encorvado y delgado de su cuerpo pareciera tener 70. Ella y sus tres hijos de 17, 13 y 8 años están en espera del autobús que los llevará a Culiacán, Sinaloa, para trabajar a partir de este mes de septiembre y hasta enero del 2017 en los campos agrícolas de jitomate.
Sentados en unas cajas de cartón han esperado por dos días a la intemperie que los líderes de la Confederación Nacional Campesina (CNC), afiliada al PRI, les otorguen un contrato “verbal” para trabajar como jornaleros agrícolas por salarios que van de los 60 a los 150 pesos al día. Dependiendo de las horas laboradas, cajas recolectadas o la edad de los jornaleros.
De ese salario se les descontará el transporte, le renta de barracas de madera donde vivirán y los alimentos que se les venden en tiendas de raya. En muchos campos agrícolas de Guanajuato, Sinaloa, Sonora y Baja California, no tienen libertad para salir de lo que se han convertido una especie de campos de concentración, todo ello con el aval de los gobiernos federal, estatal e incluso de la Secretaría del Trabajo.
El río seco a las orillas de Tlapa, la entrada de la Montaña de Guerrero, es el inicio del drama de miles de jornaleros indígenas y sus familias que cada año bajan de sus comunidades, las más pobres del país, para embarcarse en un éxodo anual de seis meses y trabajar en condiciones de moderna esclavitud en estados del noroeste de México.
El viaje durará más de 50 horas hasta Sinaloa y los autobuses se deshacen de viejos por lo que son frecuentes los accidentes. Sólo los mayores de edad tienen un asiento asegurado. En el caso de Doña Zenaida, oriunda del municipio de Metlatónoc, tendrá que arreglárselas para acomodar a su prole en dos asientos. Su marido, también jornalero agrícola, murió hace cinco años cuando trabaja en el Valle de Mexicali.
El Centro de Derechos Humanos “Tlachinollan”, que dirige el antropólogo Abel Barrera, elaboró el estudio “Jornaleros Somos y en el Camino Andamos” que documenta el drama de miles de indígenas de la Montaña de Guerrero, que en promedio unos 12 mil cada año son enganchados como jornaleros para huir de la pobreza ancestral de esa región y trabajar por temporadas de alrededor de seis meses prácticamente en calidad de esclavos.
Autor del estudio “Trabajar y morir en el surco. El destino funesto de los jornaleros agrícolas de la Montaña de Guerrero”, Barrera junto con la investigadora Isabel Margarita Nemecio han documentado que entre 2006 y 2015, la migración de más de 66 mil 00 jornaleros agrícolas provenientes de 362 comunidades indígenas de la región. Guerrero es el primer expulsor de jornaleros agrícolas a otros estados del país.
Isabel Margarita Nemesio expone que “migrar de sus lugares de origen para trabajar en campos agrícolas como jornaleros o jornaleras, se ha convertido en una estrategia de sobrevivencia a la que recurren poblados enteros”.
“Dicha pobreza es aprovechada por las grandes empresa agroexportadoras, cuya producción está destinada principalmente a Estados Unidos, ya que contratan a estos ejércitos de jornaleros, sin ningún tipo de seguridad social, laboral, por un salario muy bajo y los mantienen en barracas y casas de madera o lamina por meses, sin la posibilidad de regresar a sus hogares, hasta en tanto no hayan cumplido con meses de trabajo o determinada productividad”.
“Los empresarios –puntualizó el antropólogo Abel Barrera–necesitan que en nuestro país existan estas regiones de refugio como la Montaña de Guerrero para trasladarlos en condiciones indignantes y tenerlos como una servidumbre sumisa dispuesta a soportar todos los maltratos y desprecios a cambio de un mísero salario, lo mismo hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que entienden su vida desde el campo, que nacen y crecen en los surcos, que por las condiciones de pobreza extrema se ven obligados a comer tortilla y a vivir en barracas por largas temporadas”.
El Centro de Derechos Humanos “Tlachinollan” expone que existe una violación sistemática de los derechos humanos de la población jornalera se reproduce bajo el mismo esquema de explotación en por lo menos 19 entidades federativas de país: Sinaloa, Sonora, Baja California, Baja California Sur, Chihuahua, Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Nayarit, Colima, Michoacán, San Luis Potosí, Querétaro, Hidalgo, Veracruz, Puebla, Chiapas, Morelos y Estado de México.
A su vez el Consejo de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas de la Montaña, denunció esta semana ante la ONU el trato discriminatorio y la explotación laboral que padecen por parte de las empresas agrícolas del norte del país.
Durante la temporada pasada dicho consejo registró 6 mil 752 personas que salieron a los estados del norte desde el mes de agosto de 2015 hasta enero de 2016. Denuncian que el gobierno de Guerrero –a través de la Secretaría de Asuntos Indígenas y la Secretaría del Migrante, no han apoyado ni atendido a este sector, lo mismo que el gobierno federal.
En contraparte, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) expresó el pasado 30 de agosto en la Ciudad de México su interés en esta problemática y asumió el compromiso de que tomará en cuenta los testimonios rendidos por las familias jornaleras relacionados con las violaciones a sus derechos como trabajadores ante las empresas extranjeras.
Documentó el caso de la empresa agrícola Buen Año, de origen Chino, ubicada en el municipio de Costa Rica, Sinaloa, donde el mismo empresario chino los amenazó por atreverse a bloquear la entrada al campo y por parar labores durante dos días. La protesta de más 5000 trabajadores de diferentes estados se debió a que el empresario de manera arbitraria aumentó de 10 a 15 el número de cajas de vegetales chinos pagándoles el mismo sueldo de 65 pesos por tarea.
Doña Zenaida logró subirse al autobús rumbo a Culiacán. No tiene certeza de cuánto le pagaran a ella y sus tres hijos, quienes ya no estudian para poder apoyar la precaria economía familiar. Los empresarios del norte y del Bajío del país ya los esperan para multiplicar sus ganancias millonarias y contar sus historias de éxito a través de empresas agroexportadoras. “La mía, la de mis hijos y mi difunto esposo son pequeñas historias que nadie conoce, ni les interesan. Nadie cuenta que hay días que casi no comemos nada, pero que cuentan para quienes vivimos y morimos en los surcos”, concluyó Doña Zenaida desde una ventanilla del viejo autobús.
Morir en el surco: jornaleros agrícolas y la cómplice esclavitud moderna
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