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Por Carolina Vásquez Araya
Periodista chilena directora de revistas y suplementos, así como columnista en Prensa Libre
Decentes y pudorosos
El quinto patio
Muchas cosas han pasado durante las semanas recientes, que han puesto a la sexualidad humana en la mesa de discusión. Entre ellas, una ley de la juventud insuficiente para alcanzar sus objetivos de crear un marco de protección y desarrollo para ese importante sector de la sociedad y un juicio histórico en donde se persigue castigar los crímenes cometidos por el Ejército contra las mujeres de Sepur Zarco, sometidas por la institución armada a la esclavitud sexual y laboral después de haber destruido sus familias y sus hogares.
Pero también está la postura pretendidamente moral de la mayoría de candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos, quienes han dedicado muchas de sus intervenciones en los debates públicos a esgrimir argumentos en contra de la diversidad sexual, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el aborto, en un afán de retomar posiciones de conservadurismo extremo, al parecer con la intención de satisfacer a cierto sector de la ciudadanía que se resiste a aceptar los cambios inevitables de la evolución social.
La relación entre estos hechos no resulta evidente, pero de algún modo existe. Es el nexo ancestral que vincula a los sistemas de control político —en un marco patriarcal de dominio absoluto sobre las normas que rigen a lo más primario de las comunidades humanas: su sexualidad y la manera de ejercerla— con la antigua estrategia de condicionar la libertad hasta en lo más elemental de su esencia, a través de la culpa y la soberanía de su papel como ente reproductor.
Pero esta visión incide y limita especialmente a las mujeres, consideradas una especie de “repositorio genético” cuya responsabilidad es hacer de su cuerpo y su sexualidad una suerte de ofrenda social que no solo la sobrepasa, sino prácticamente la convierte en objeto bajo el dominio de otros.
Las nuevas generaciones —esa juventud actual enfrentada a un mundo conflictivo, hostil y nada propicio para facilitar su desarrollo— habrán de determinar cuáles son sus objetivos de vida y, a partir de ellos, buscar la manera de incidir en las normas y leyes que regirán su futuro y el de sus hijos, dejando a un lado los prejuicios y la ignorancia que han condicionado y satanizado durante siglos el ejercicio libre y maduro de su sexualidad.
La visión ideal desde una perspectiva retrógrada y conservadora, pero sobre todo desde los parámetros del control político, es una juventud sumisa y apegada a normas institucionales. Una juventud “decente y pudorosa”, incapaz de rebelarse contra los cánones existentes. No deliberante, con la cual sea posible mantener las reglas de un juego que en nada la favorece. Para ello, privar a las nuevas generaciones de una educación de calidad, es prioritario. Negarle asimismo el acceso a mecanismos de control de su propia sexualidad es una forma adicional de restringirle sus derechos y de tal modo someterla a las decisiones de otros.
Política y religión no se mezclan, eso es lo que se dice en un afán de corrección política absolutamente abstracto. La verdad es que política y religión no son más que dos caras del mismo espejo en donde se refleja el mundo actual y los modos de regirlo. Es el espejo en donde nos reflejamos al tomar decisiones y también al no tomarlas, porque sus valores —diseñados por otros para conveniencia de alguien más— nos indican siempre cuál es el camino a seguir.
A la juventud actual no le queda más que una opción y es, como bien lo ilustró la muestra fotográfica de Daniel Hernández-Salazar, despojarse de las vestiduras y exhibirse desnudos ante el mundo.
elquintopatio@gmail.com @carvasar
Blog de la autora: El Quinto Patio